Hablando en platea

Lección olímpica

07/12/2021

Existen diferentes maneras de aprender de mitología y acercarse a los dioses. Cuando los ochenteros éramos pequeños, la película de Disney ‘Hércules' nos hizo querer ser fuertes, buenos y admirados, tener un Pegaso que nos llevase a cualquier parte y acabar con Hades y con cualquier infierno. De adolescentes, sólo los más curiosos eligieron de las bibliotecas los libros con aura y conocieron quién era realmente ese Heracles que nos había llamado la atención años antes, de dónde venía y hacia donde iba. Y ayer, entre película y libros apareció Fernando Cayo y su ‘¡¡¡Por todos los dioses!!!' para enseñarnos que el teatro puede ser un buen método y que, a pesar de las risas y las exageraciones, se le puede tomar un poco en serio. ¿Por qué? Porque sí. Porque a grandes males, como el de tener que aprenderse un árbol genealógico en el que las ramas a veces no tienen raíz ni razón de ser, grandes remedios, como el de convencerse de que todos ellos forman un equipo olímpico y que podemos cantar sus alineaciones, como si de un Real Madrid-Inter de Milán de Champions se tratase; desde Zeus hasta Prometeo. Códigos nemotécnicos, que dirían los romanos.

Lección olímpica

Ya lo avisaba nada más salir al escenario Fernando Cayo, cuando, con Geni Uñón al mando de los golpes de carrillón y platillos, de timbales y tambores, que anunciaban que algo místico iba a suceder sobre el escenario, confesaba desconocer si durante la siguiente hora y media sería actor, conferenciante o profesor. Y antes de proceder a lo uno, lo otro o lo siguiente, y, mientras Geni Uñón cambiaba la percusión por el teclado y los sonidos del piano más amable, Fernando Cayo nos acercaba a su familia, a los montones de trigo vallisoletanos de su padre y a los desvaríos de su abuela Lupe en aquellos años en los que estaba más cerca que nadie en su casa del olimpo de los dioses. Porque, si algo íbamos a acabar aprendiendo del montaje, la lección o la charla, es que todos estamos rodeados de dioses, que a veces son prepotentes como Zeus, otros son creativos como Hefesto, otros malvados como Ares y otros tan bellos y seductores como Afrodita. Todos, siempre, contradictorios.

 

            El caso es que, a medida que iba avanzando el tiempo, entre gestos exagerados, bailes descoordinados, humo y modulaciones de voz, sonidos que marcaban la divinidad, la oscuridad o la locura y complicidades con el público, al que le costó entonar la primera ovación a Zeus y simular el paso sensual de las ninfas, pero que, una vez deshecho de la vergüenza, vibró con Hera, Apolo o Poseidón, la lección iba quedando más o menos clara para los menos seguidores de los juegos olímpicos. Además, endiosar a Fernando Cayo, sin condecoraciones y como profesor -¿qué pensará el coronel?-, aparte de como intérprete, iba siendo más y más posible. Más aún cuando, en mitad del patio de butacas una espectadora dio el susto –afortunadamente sólo el susto- a público y acomodadores, y Fernando Cayo, sabiéndose aliado con todos los dioses cada vez que se sube al escenario, ni se inmutó. No dudó ni un instante, no se distrajo ni medio segundo. No perdió la línea. Siguió mentando a Caronte, como si no se tratase del momento menos adecuado para acordarse de él, continuó tocando la lira de Orfeo y, cuando nadie lo esperaba se acordó de un personaje de Disney que no era Hércules, y terminó tirando de esos hilos que a veces consiguen la reflexión y otras la genuflexión.

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