Hablando en platea

Honestidad y recato

18/2/2022

Que ‘Los Pazos de Ulloa' es un relato honesto y certero de lo que fue la sociedad española en un momento determinado y en un lugar preciso -y al mismo tiempo común- de la vida del siglo diecinueve, es algo que los espectadores del Teatro Juan Bravo de la Diputación ya sabían antes de acudir ayer a su puesta en escena en Segovia. Que Helena Pimenta sería capaz de dirigir ese relato y llevarlo a las tablas de manera tan honesta como lo escribió Emilia Pardo Bazán es algo que el público segoviano comenzó a intuir desde la primera nota de piano que invadió el espacio del auditorio. Solitaria. Resonante. Austera.

Honestidad y recato

A esa nota de piano le sucedieron algunas otras, igualmente solitarias y convertidas en eco de sí mismas, antes de que el escenario se convirtiese en una proyección de almas en pena y cruces y de que Pere Ponce, convertido en el padre Julián, diese inicio a un recital de honestidad interpretativa, que instantes más tarde sería emulada por Marcial Álvarez en su papel de don Pedro. Resulta complicado imaginar mayor justicia con un personaje que la ofrecida por el primero con el cura y por el segundo con el marqués. Y todo, sin desmerecer al resto del elenco, capaz de viajar entre Cebre y Santiago, el campo y la ciudad, la rudeza y la finura, los harapos y los vestidos, en apenas minutos, para confirmar al público que estaba asistiendo a uno de los mejores montajes que ha acogido el Teatro Juan Bravo en los últimos meses. Por texto, por interpretación y por tramoya.

            Por ello, seguramente lo que más extraña de la función de ayer es que, a pesar de la ovación, no hubiese una puesta en pie unánime al terminar. El público, como si de verdad hubiese viajado al siglo diecinueve, permaneció en recato, aplaudiendo con fuerza, pero encorsetado en su butaca. Como si, de repente, no hubiera reparado en que apenas una hora y media antes, el teatro había sentido la humedad de la madera en una tarde de frío y lluvia en Galicia. La fiereza de los aullidos y ladridos lejanos en mitad de un bosque. La soledad de una campana de iglesia conquistando el vacío. El crujir de una casa vieja de campo. Como si, de repente, el público no hubiese reparado en que, durante una hora y media, había sido capaz de advertir desde su asiento, la crudeza de las voces rasgadas de don Pedro y Primitivo. La basta sensualidad de Sabel. La presente inexistencia de Perucho. Los sudorosos remordimientos del padre Julián. La brutalidad de cada gesto del marqués. La suciedad y el olor a alcohol de las carcajadas del patrón y el criado. El coqueto egocentrismo de Rita. La ausencia de personalidad en las palabras de Nucha. Como si, de repente, los espectadores no hubiesen reparado en los cambios de luces, la fuerza de las sombras, la ópera y los ruidos.

            Tal vez tanta honestidad en tan poco tiempo fue un golpe duro. Un disparo de escopeta que despierta la realidad. Tal vez el público llegó al Juan Bravo sabiendo que la obra de Emilia Pardo Bazán era el relato honesto y certero de lo que fue la sociedad española en un momento determinado y en un lugar preciso de la vida del siglo diecinueve y el montaje dirigido por Helena Pimenta fue la revelación de un relato que, en algunos momentos del siglo veintiuno, y en algunos lugares también, aún prevalece. Tal vez por ello la ovación inmensa. Tal vez por ello el recato en pie.

top