Teatro Juan Bravo

Cuando el nombre de Arthur Miller y el de Imanol Arias se encuentran en un vagón o en un cartel, por muy gris que éste sea y por muy negro que se anuncie el destino donde lleva su tren, siempre es necesario considerar sumarse al viaje y disfrutar del paisaje, el tiempo que dure, desde la butaca. La seguridad, con Rubén Szuchmacher y Natalio Grueso a los mandos de la maquinaria de dirección y adaptación, está garantizada para todos. Para todos, menos, por supuesto, para el viajante.
Para él, Willy Loman, no hay nada garantizado. Ni siquiera después de tanto esfuerzo. Ni siquiera después de tanta profesionalidad. Ni siquiera a pesar de tanta dedicación. De tanto trabajo infatigable. De tantas horas de implicación. Ni siquiera después de tantas ventas. De tanta productividad. De tanta empresa y tantas empresas alcanzadas. Para él no está garantizado ni el amor de su familia. A la que tanta vida ha entregado. Por la que tanto sudor ha caído por su frente. Por la que tanto sacrificio ha realizado. Por cuyo bienestar tanto dinero ha intentado sumar. Él también tiene parte de culpa; porque los secretos son capaces de hacer descarrilar hasta al más férreo de los ferrocarriles.
Así que el tren de Willy, de Imanol, empujado por la falta de empatía de los personajes de Jon Arias, Jorge Basanta, Fran Calvo, Cristina de Inza y Carlos Serrano-Clark y, únicamente, con algo de comprensión por parte de Virginia Flores, avanza firme hacia el horizonte donde los sueños se caen de golpe, hacia una voluntad de aceptación social insatisfecha, hacia una necesidad de triunfo inalcanzable, hacia la autodestrucción... hasta la muerte.